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El inicio…

Mientras caminaban por los pasillos del antiguo hospital, una casona de pueblo habilitada hace muchos años como noso- comio, Alejandro condujo a Uriel a una sala que se encontraba del lado derecho de la entrada del hospital. “¿Adónde había regresado?”, pensaba Uriel al comparar en su cabeza la vieja casona con el hospital de donde él había recién egresado, y aunque recordaba sus viejos tiempos en esa institución, parecía que había sido tanto el tiempo pasado en un hospital; con pasillos, con tecnología, con médicos, que ya había olvidado cómo era la realidad; por lo menos la que antes de su partida a la residencia él conocía. Mientras los dos antiguos compa- ñeros caminaban, Uriel observó a un señor sentado, lleván- dose las manos al pecho; otro más con francos signos de di – cultad respiratoria; un niño que se había tragado una moneda, etc. Tantas cosas que pasaban por su cabeza en ese momento, tantas imágenes en tan poco tiempo, tantos recuerdos, hasta que la voz de Alejandro lo regresó a la realidad.

—Pero tú vienes bien preparado. Te contaré: existe cada vez más demanda en el servicio. Los pacientes se desesperan,

exigen. ¿Recuerdas la banquita de urgencias? Se empieza a llenar a las cuatro de la mañana para atención. El centro de salud también está lleno, y cuando ya repartieron todos los lugares del día los pacientes se vienen a urgencias, o incluso los envían de allá. Algunos médicos de primer nivel no com- prenden que ellos también necesitan cuidar el servicio de urgencias para cuando verdaderamente lo necesiten. No sé si lo hagan por comodidad o si no comprenden qué es una urgencia. Nada menos ayer me reclamó una señora: “Oiga, yo llegué primero que los atropellados”.

“Desánimo del personal de urgencias, pobre integración, desactualización, servicios saturados, insatisfacción del usuario, errores implícitos en el servicio, prácticas caducas; nada dife- rente que en el resto del país”, se repetía Uriel mientras mane- jaba rumbo a su casa. ¿Qué diferencia podía ofrecerle él a sus compañeros? Es cierto que había adquirido experiencia y habilidad en el manejo de pacientes, pero, ¿dirigir un servicio de urgencias? Eso era otra cosa. En esos momentos encontró consuelo en las palabras que su maestro, Sergio, líder y profesor de la especialidad desde sus inicios, unas dos décadas atrás:

“Yo tengo una escuela de altos ejecutivos disfrazada de residencia de urgencias.”

Ahora que Uriel lo pensaba seriamente por primera vez empezaba a creer que las palabras del maestro tenían verdad. Por el per l de egreso, el especialista en urgencias es natural que se coloque durante gran parte de su práctica médica en lugares de toma de decisiones, qué hacer con el paciente, para dónde dirigirlo, a quién dar reanimación, quién pasa primero a aten- ción médica, entre otras tantas tareas, y recordó que muchos de sus maestros y antiguos compañeros ahora eran directores, subdirectores, jefes de enseñanza, jefes de servicio o de turno.

“Seguramente ellos se habían enfrentado a esta misma proble- mática”, se consoló a sí mismo, pero… ¿por qué nadie le había advertido esto? ¿Por qué no había clases de administración o gerencia en urgencias durante la especialidad? ¿Por qué nadie escribía sobre esto?